Cuervos , de Miguel Ángel Zapata, Ediciones Universidad de Puebla, México, 2003
De vuelta.
El viaje de vuelta fue, literalmente, pesado.
Volvía de un festival de poesía donde los participantes gustaban llamarse todo el tiempo unos a otros Hermano y Poeta.
Volvía con la sensación de que la autopublicación es un vicio bastante extendido.
Volvía con un bolso rojo gigantesco y repleto hasta el tope de libros, libritos, plaquettes y revistas que ya sabía no me iban a dar ganas de ojear una vez en casa , pero igual ahí estaban.
De ese montón sólo leí de principio a fin Cuervos, de Miguel Ángel Zapata, elegido por puro azar o porque su autor no había sido de los más escuchados y tenía algo de reservado y de fuera de lugar, algo de escribir para un mundo y sobre un mundo bien, bien alejado de los festivales de poesía.
Tal vez la poesía se trate apenas de latidos.
¿Qué distingue a un poeta de alguien que gusta escribir versos y publicarlos?
Poder construir un mundo tan intenso que pueda sentirse su diástole y su sístole.
A las cosas del mundo cotidiano las conocemos como sujetos a objetos, a las cosas del mundo de Cuervos las conocemos porque laten con nosotros.
Como en la experiencia extática, no es con el entendimiento que se accede a este otro lado del mundo que no vemos casi nunca y no porque no exista.
El mundo de Zapata late y late, late con el escritor que lo describe, late con el que lo lee.
"Escribo al lado del árbol y no puedo destejer las redes de la piedra con amor.
En cambio, encuentro otro laberinto en este aire, su caos azaroso me lleva a escribir el primer disparo en la oscuridad".
Así el mundo que escribe Zapata:
toda intensidad que nuestra pobre experiencia casi nunca alcanza.
El zoo de cristal.
El mundo de un perro que saca la lengua a los pájaros muertos y gorriones que deberían volar por otros patios,
un mundo de bosques de pinos en la borrasca, de cielos que ladran,
de la memoria de una habitación oscura que todos conocimos.
Árboles gigantes y ángeles de la guarda extraviados, todo el desierto en los ojos de una iguana, geranios que nos miran cuando los miramos,
la felicidad como una manzana verde, todo lo cotidiano como símbolo, los surrealistas tenían razón y la vida está sin duda en otra parte.
Y la escritura como una ventana para no estar solo en el mundo del otro lado, porque "uno se cansa de estar solo delirando en una isla, abriendo la ventana de los árboles, rebuscando entre las hojas una palabra, una rosa en el jardín sin mar".
Y por eso escribe.
Poeta en festival de poesía.
Zapata no parecía tener que andar repartiendo su libro a diestra y siniestra ni sacarse fotos con los organizadores. Tampoco lo ví hacer rabietas por no estar programado para leer en todas las lecturas, ni escribir manifiestos, ni dar entrevistas. No pronunció discursos ni gritó viva-la-poesía-muera la ignorancia o abajo-el- capitalismo- yanki ni ninguna de esas frases con que otros gustaban corolar sus intervenciones poéticas. No parecía tener ni siquiera musas, sino apenas un cuervo, alguien venido de lo oscuro o lo indecible que cuando lo mira es "un aire emplumado, flauta de tinta que gotea mi envoltura".
Encontrar frases como esa a la sombra de un festival de poesía, encontrar un mundo que nos respira cuando lo respiramos entre tantas lecturas que se resbalan de uno, es lo que vale la pena de asistir a esos eventos. Uno tal vez descubre un poeta entre la multitud, alguien que le agrega mundo al mundo, un poema que se estrella contra nuestra manera de ver las cosas. Y por fin algo ocurre.
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